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Foto del escritorEditorial Bogavantes

El hombre invisible

Por Ricardo Herrera Alarcón


La experiencia de un escritor es, en primer lugar, la experiencia de su soledad, de sus lecturas y su escritura como el hombre invisible. Sobre esa primera condición (personaje de ficción de una novela de Wells o Vila Matas, cuyo tema es la vida de un poeta en provincia) me gustaría reflexionar, pero también sobre las situaciones contextuales que lo obligan (si es que lo obligan) a salir de ese cómodo y grato anonimato y aparecer (caldera o surrealismo), ser parte (puntillismo y antipoesía) o transformarse en simple observador cansado (realismo sucio y plano secuencia) de una determinada escena literaria o tiempo sincrónico.

Quiero partir de la idea de que la difusión o conocimiento de la obra de un autor en un tiempo y espacio acotado, en muchos casos, no dice o tiene relación con la calidad de esa obra. En ese sentido, es inoficioso que el escritor viva en la esquizofrenia de la visibilidad, a menos que se haya equivocado de trabajo o, en el mejor de los casos, la literatura le sirva para viajar, para hacer dinero, para habitar una supuesta sociabilidad literaria. En general no es así, por supuesto, y el escritor es un ave rara que nunca logra instalarse, a veces ni siquiera entre sus pares. Ganarse la vida, en todas sus connotaciones, es el gran problema del artista cachorro, rabioso, zen, anciano. En Confesiones de un artista de mierda, Dick lo dice de mejor manera: Estoy hecho de agua. Jamás se darán cuenta de ello, porque la tengo contenida. También mis amigos están hechos de agua. Todos. Para nosotros, el problema no solo radica en que debemos andar sin ser absorbidos por la tierra, sino que debemos ganarnos la vida.

Comencé a deslizarme por la ciudad, escribiendo mi Manual de filosofía para las ratas, primero en el taller literario del liceo A 28, hoy liceo Neruda. Luego instalé mi madriguera en Valdivia, en la Universidad Austral. Más tarde en la ciudad de San Felipe (donde viví tres años) y en la cual compartí con un interesante grupo de escritores, entre ellos Cristian Cruz, Camilo Muró, Carlos Hernández, Patricio Serey, Felipe Moncada (los dos últimos viven hoy en Valparaíso y son editores de Ediciones Inubicalistas).

La poesía en ese tiempo me interesaba como forma de conocimiento y relación con el mundo, la irrealidad y el tiempo. En la Austral formábamos un grupo de cinco amigos y amigas que nunca fundamos nada, ni una revista, ni un grupo estable. Nuestras reuniones eran para beber, escuchar música y cantar, leer nuestros poemas. Valdivia era (siempre ha sido) una ciudad de una gran efervescencia cultural. Se organizaban lecturas, encuentros intergeneracionales, conocías escritores en residencia. Y también sobrevolaba toda la escena no solo el grupo Trilce, no solo el recuerdo de Luis Oyarzún, no solo el grupo Matra o Índice, no solo la figura de Jorge Torres Ulloa, sino también la pregunta sobre qué queríamos hacer con este trabajo con las palabras, hacia dónde ir cuando han cerrado todos los bares y todos los libros.

Me parece que todo buen escritor merece que su trabajo sea reconocido y criticado, pero eso es, en muchas ocasiones, ajeno a su voluntad. La poesía chilena, y la crítica de poesía, han derivado en un juego de influencias y favores donde se reparten las migajas de un canon haraposo. Cómo conciliar ese autismo que toda escritura requiere con ese puente tendido hacia el necesario diálogo será siempre un desafío que los escritores deberán sortear, enfrentando los ataques de quienes los acusen ya sea por su ausencia de los escenarios o por su excesiva exposición mediática. No debería molestarnos lo que hace el otro. Ni siquiera lo que escribe. A raíz de la intolerancia de la sociedad literaria chilena, donde todos se creen Lastarria y las disidencias y poéticas disímiles apenas se soportan, Gonzalo Millán la contrasta con la sociedad yanqui, donde lo normal es la otredad. Nos cambiaron el país, es cierto. Nos destruyeron el país los orangutanes de las botas y el pensamiento milico. Y estamos a años luz de reconstruirlo. Qué rol juegan los escritores en esta reconstrucción? No lo sé, pero se me ocurre una respuesta mezcla de Prodan y Vicky Cristina Barcelona: no sé lo que quiero, pero sé lo que no quiero.

Los escritores no son mendigos estatales, ni publicistas literarios, ni artistas de circo, ni estrellas de rock, ni lobistas editoriales, ni embajadores culturales, ni pordioseros a las afueras de un bar, aunque en este país (siguiendo la idea de Millán) parece que todas las anteriores son absolutamente posibles.

Volví a Temuco hace algunos años, luego de vivir más de doce en Carahue. Allí conocí la obra de Pedro Fuentes Riquelme, leí a Eliana Navarro, encontré El piano Silvestre de Iván Teillier en la Biblioteca Municipal Gilberto Catalán. Me hice amigo de José Carmona, Pedro Carrillo, de Jorge Riquelme. Celebré el Día del Libro con las maravillosas integrantes del colectivo poético Gotitas de lluvia. Entre Carahue y Teodoro Schmidt escribí la gran mayoría de mis libros, sin beca ni vaca, al decir de Ricardo Zelarayán.

Elegí la provincia como quien elige un destino, casi sin opciones. No voy a vender el cuento de que fue una opción. Al menos en mi caso. O lo fue? No lo tengo claro. Pero me fui quedando en pequeños pueblos, como profesor y escritor casi secreto. O escritor, primero, y luego profesor secreto. Pero tampoco nada bucólico, nada Guy Cadou. Recuerdo cuando arribé a Nehuentúe a traficar clases por primera vez, recién entendí a cabalidad la poesía lárica, con esos gansos que me perseguían por las calles, las vacas en la plaza, los bares a la orilla del río, el pescador bebiendo su aguardiente frente al temporal recién nacido. Me quedé y desde acá proyecté mi escritura, fui cultivando la chacra, levanté un circo, construí escaleras horizontales o que solo servían para bajar a leer en subterráneos. Intenté retrasar lo más posible las teorizaciones sobre literatura. Sigo creyendo que la poesía es ante todo una forma de estar en el mundo o salirte de él. Entrar y salir a tu antojo, como Nicolino Locche o Miguel Canto. Resistir, como Azumah Nelson, apodado El profesor, que aun cayéndose en el 15 frente a Sal Sánchez sonreía e iba al frente, porque no sabía retroceder. Salvador murió a las semanas después en su Porsche blanco y se transformó en ángel, inspirando Las alas del deseo, de Wenders, y la música progresiva de Portishead en Dummy, según cuenta Beth Gibbons en una entrevista para una revista under ya desparecida (quizás Frendz).

Todos los que hacen bien su trabajo son invisibles, dice Casas. Y yo creo que sí, que en una cultura que propicia la sobreexposición mediática, la invisibilidad es un don. Todas y todos mis amigas y amigos poetas, escritores semimarginales, aleonadxs, damas y caballeros e insolentes a la par, trabajan como mujeres y hombres invisibles. Y estoy seguro no necesitan las luces ni la moda de ningún centro, descentrados y amados como les conozco y admiro. Es nuestro trabajo escribir páginas, llenar hojas en blanco con palabras que no nos avergüencen. A eso nos dedicamos y a otras cosas que sería muy largo explicar, pero de las cuales dan cuenta nuestros libros, si es que no podemos hablar y no nos cruzamos alguna vez en esta vida y nos miramos a los ojos, con ustedes, los que mojan sus pies en el río que pasa junto al ático, donde estamos a veces. Aspiro a ser el hombre invisible, entonces, ese es mi trabajo, pensar que existo, desaparecer, entrar y salir de escena.



Mañana de invierno en el Sur.

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