Por Luis Riffo Escalona
Antes de que un ejemplar llegue a las librerías ha habido un largo proceso de creación, edición, impresión y encuadernación que culmina con ese objeto destinado a ocupar un lugar en la vida de los lectores. Un momento muy importante y muchas veces menospreciado es el de la corrección de pruebas.
Hay una condición fantasmal en la tarea de corregir textos. Es, según afirman los involucrados, un oficio basado en su invisibilidad. Una mano transparente, una sombra del autor del texto. Si bien debe dominar las reglas de la gramática, tener una óptima comprensión de lectura y ser capaz de entender no solo lo que el autor dice sino también lo que quiere decir, el corrector debe al mismo tiempo obviar su propio estilo y sus convicciones personales. Debe, en cierta forma, pensar como el autor.
El escritor Rodolfo Walsh, que ejerció ese oficio, ha dicho: “la observación, la minuciosidad, la fantasía (tan necesarias para interpretar ciertas traducciones y obras originales), y por sobre todo esa rara capacidad para situarse en planos distintos, que ejerce el corrector avezado cuando va atendiendo, en la lectura, a la limpieza tipográfica, a la bondad de la sintaxis y a la fidelidad de la versión”.
Por su parte, el poeta francés Francis Ponge dice que el método de lectura de los correctores es la verdadera forma de leer: “En cierta ocasión, para ganar un poco de dinero, incluso fui corrector de Gallimard; estaba, pues, obligado a leer signo tras signo, palabra tras palabra, prestando atención a todo. Opino que es la única manera de leer, de realmente leer; es decir, hay que tener en cuenta cada palabra, cada espacio entre palabras, etc.”.
No pocos escritores chilenos registran en su biografía su paso fugaz por las galeras de la corrección. Es el caso de Manuel Rojas, cuya ajetreada vida fue resumida de este modo por José Miguel Varas: “Aprendiz de sastre, mensajero, talabartero, carpintero, pintor, ayudante de electricista, acarreador de uva, actor, consueta, linotipista, periodista, empleado de la Biblioteca Nacional de Chile, vendedor de cartillas en el Hipódromo, tipógrafo, corrector de pruebas, director de los Anales de la Universidad de Chile, profesor de la Escuela de Periodismo. Además fue escritor como se sabe”.
Del escritor chileno Fernando Santiván se dice algo parecido: después de ser expulsado de la Escuela de Artes y Oficios por promover una huelga, “comenzó para Santiván una carrera loca de ocupaciones y oficios bastante extraños para ganarse el pan. Pidió una recomendación que lo apoyara y obtuvo esta: ‘es un joven honrado, trabajador y con buena letra’. Y con esa buena letra fue zapatero, sastre, vendedor de carbón, boxeador, corrector de pruebas, propagandista, vendedor de artefactos eléctricos, etc.”.
El caso de Rosamel del Valle es algo distinto. Después de trabajar más de 25 años como obrero de imprenta, periodista ocasional y funcionario en el Servicio de Correos y Telégrafos, emigró a Nueva York, contratado como corrector de pruebas de la oficina de publicaciones de la ONU. Esas son las grandes ligas, no solo por la importancia de la institución, sino porque llegó allí después del término de la Segunda Guerra Mundial, es decir, cuando el lenguaje se podía convertir en un arma letal si no era bien utilizado. Era el año de 1946. Había llegado hacía pocos meses al aeropuerto de Nueva York con un letrero que decía: “Soy Rosamel del Valle / Poeta / No sé hablar inglés”.
Alejandro Zambra registró en un artículo de Las Últimas Noticias hace algunos años un sabroso equívoco:
“Anoto, finalmente, un extraño caso de comparación fallida: con intención halagadora, Enrique Lihn calificó en un artículo a Federico Schopf como el Benjamin (el Walter Benjamin) de la literatura chilena, pero el corrector de pruebas cambió “Benjamin” por “benjamín”, de manera que desde entonces el inefable profesor Schopf figura, incomprensiblemente, como el benjamín de la literatura chilena”.
Valgan estas anécdotas para advertir sobre la importancia de una buena corrección de pruebas, más aún ahora que publicar cuesta menos y es también más fácil equivocarse cuando la ansiedad, la prisa o la distracción amenazan con perpetuar los errores allí donde solo cabe la belleza de la página impresa.
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